Las modificaciones propuestas por
el Gobierno en la sensible cuestión del aborto supone un salto atrás de 30
años. El aborto es un problema que pertenece a la esfera moral del individuo, y
el individuo debe poder actuar de acuerdo con su conciencia. Es urgente poner
distancia con la foto-fija del monoteísmo ético de tan larga tradición en nuestro
país. Lo peor del caso es que se quiere llevar a cabo en un momento en que
únicamente la Iglesia Católica y su círculo ideológico más afín cuestionaban el
problema; y es a ellos a quienes se pretende dar satisfacción. Existía un
consenso, valga la redundancia, mayoritario. El consenso, es decir, el acuerdo
voluntario que transforma lo que antes provenía de la tradición en algo
derivado de la voluntad humana, es una de las ideas clave de nuestra
modernidad.
Y ese consenso, generador de una cierta inestabilidad e
incertidumbre, nos exige como condición indispensable, el reconocimiento y
respeto de la voluntad de los otros. La libertad (propia) limita, por los
cuatro puntos cardinales, con la libertad (de los demás). Y ambas libertades,
la propia y la ajena, debe ser considerada como algo objetivo –determinado a
través de la ley-, no como una cuestión subjetiva donde el valor se ponga en la
delicadeza con que cada cual sea capaz de tolerar opiniones contrarias.
Parece, además, que se ha llegado
a un punto en que cualquier sandez que se diga en nombre de la sensibilidad
religiosa de cualquiera debe ser tajantemente respetada por el resto so pena de
caer en el descrédito bajo la acusación de vulnerar la libertad ajena. Consecuencia
de lo anterior es que las posiciones religiosas se irán fanatizando, puesto que
no podrá tener nada enfrente que las contradiga. E igualmente, tendremos por
consecuencia la castración de la libertad de expresión de quien no quede sometido
al yugo clerical. Perderemos de nuevo el ideal de emancipación de lo público
respecto de lo religioso. Y esto supone la colocación de un ancla de
gigantescas proporciones en los pies del Estado, que no es sino “los
ciudadanos” constituidos en “poder político”.
El Gobierno, en tanto que
encarnación del poder ejecutivo del Estado, no debería mostrar esa parcialidad
hacia la Iglesia Católica. La Iglesia Católica siempre ha hecho su agosto con
el sufrimiento humano, no con el Bien o la Justicia; podemos recordar que han
estado junto a Franco, Videla o Pinochet. La historia de la Iglesia está llena
de agujeros negros, y ahora también nos vamos enterando, que de sonrosados
también. Creo que es buena hora aún para tomar una posición galopantemente e
impertinentemente anticlerical, de olvidar las fanfarrias eclesiales o tomarlas
a chacota. Tomemos la libertad de conciencia como lo que es, un derecho
fundamental, y aun en la más corta reflexión llegaremos a la conclusión de que
como tal no puede ser cortada ni sesgada por un derecho social. Esta libertad
individual, esta capacidad de autogestión, ya se sabe, es un elemento enojoso para
las divinas manifestaciones eclesiásticas.
Nuestra vida civil y política
debe estar libre de la presión religiosa institucional, y con ello, ser libres
para tomar decisiones desde la propia autonomía. Nuestro Estado de Derecho así
lo proclama; los Derechos Fundamentales contenidos en nuestra Constitución
defienden la concepción “estar libre de” para poder “ser libre para”. Si se
pretende convertir esto en un mero formalismo para obviarlo y dar un salto a
las viejas y atávicas posiciones mesiánicas de la Conferencia Episcopal
estaremos haciendo un flaco favor a nuestro futuro. Ya se nos ha olvidado, tras
tantos años de excesos y alegrías, que la libertad es un bien escaso.
Hay que volver a participar de lo político. La sustitución de los
argumentos y acciones políticas por otras de contenido más o menos “ético” que
viene sucediendo desde hace años no sólo nos ha enfrentado con la baja calidad y
el alto nivel de corrupción de la inacabable lista nacional de servidores de lo
público, sino que además fortalece la posición de aquéllos cuyo reino no es de
este mundo pero quieren determinar este mundo a toda costa sobre la base del
miedo, el control y la manipulación.