Lo primero que destacaría de “Los descendientes” es su huida permanente de la sensiblería. Es una película con alma, con emociones, pero realizada desde un realismo contenido, que nos abraza desde la falta de ejemplaridad de sus personajes. A un ritmo pausado, pero constante, nos muestra cómo a partir de cierto momento y por una circunstancia concreta nos podemos ver en la situación de tener que reconsiderar nuestra vida. Se nos narra la perplejidad y la catarsis de su personaje principal; su brutal choque con una realidad a la que era completamente ajeno.
Matt King (George Clooney) ha sido hasta el momento que nos cuenta la película un hombre atareado por el cuidado material y el mantenimiento de su familia, pero no un hombre preocupado por cuidar sus afectos y amores. Alexander Payne nos introduce en esta historia sin mostrarnos el accidente: un gran acierto. Y a lo largo de todo el relato nos emociona, pero no nos satura, con el dramatismo extremo y las estridencias emocionales que la situación podría generar. Tiene esta película algunos aliviaderos al drama que nos narra. Situaciones de cierta comicidad que lejos de distanciarnos de la tragedia la enmarca.
La complicidad profunda que se va estableciendo con su hija mayor es uno de los elementos mejor tratados en la película y desde luego no carecen de esa contenida emoción de que hablaba al principio. La actriz que la interpreta, Shailene Woodley, realiza un excepcional trabajo.
La acción se desarrolla en Hawaii, un Hawaii que nunca hemos visto en ninguna película; gris, oscuro, con cierta tristeza.
Nos habla también “Los descendientes” de responsabilidad, la de heredar una tierra, sin merecimiento alguno, por causas históricas; es como un trasunto de nuestra propia responsabilidad con el planeta: estamos aquí de paso, utilicemos nuestra casa pensando que nos marcharemos de ella y serán nuestros hijos los que quedarán. Payne maneja la sutileza magistralmente.
“Los descendientes” es una película repleta de matices, plena de sentido y carente de condenas: nos habla de la frustración y la muerte, y de la redención, y del perdón; nos habla de la familia –la última escena de la película es realmente un gran retrato de la familia, hecho desde la más absoluta simplicidad y cotidianidad-. Alexander Payne nos propone en este ejercicio de evaluación vital que, no sólo miremos al otro, con generosidad, sino que, fundamentalmente, nos miremos, honestamente, a nosotros mismos.
George Clooney vuelve a demostrar aquí, como en tantas otras ocasiones anteriormente, que es, además de un guaperas, un actor como la copa de un pino. La escena en que se despide de su esposa es realmente conmovedora; pocas palabras, y emoción que le desborda y nos desborda. Llevad pañuelos.